lunes, 15 de junio de 2009

El príncipe Pápachi que no quería comer

El príncipe Pápachi que no quería comer

Había una vez un príncipe llamado Pápachi que salió muy elegante a pasear a la jungla, en su recorrido se encontró una estatua llena de piedras preciosas, se acercó admirándola y pensó que con ellas podría salir de la pobreza en que se había quedado, pero no era bueno quitárselas a la estatua, así que decidió seguir su camino, cuando se alejaba un poco, escuchó una voz suave y dulce diciéndole que por haber sido una persona honrada había decidido regalarle las joyas, y en un instante comenzaron a desprenderse de la estatua quedando a sus pies.

Cuando el joven príncipe se incorporó al haber terminado de recoger todas, se dispuso a iniciar el agradecimiento, pero la estatua se había esfumado, el príncipe Pápachi se quedó muy confundido y contento a la vez, se rascó la cabeza y se dio un pellizco para ver si no era uno de tantos sueños que había tenido similarmente.

Continuó de regreso, cantando y brincando, pero no tan alto como aquel tigre que le salió a su paso, situándolo entre su cuerpo fornido y la rugues de un árbol; éste le dijo con voz fuerte y humedeciendo sus mejillas por el vapor que despedía de su hocico, que se lo iba a devorar por haberse atrevido a cruzarse por su territorio.

El príncipe Pápachi se quedó petrificado, no sabía si el líquido que le escurría de la frente era por el temor profundo o por la baba del tigre, y apenas pudiendo deletrear una palabra, le dijo que se detuviese, a lo que el tigre se enfureció más por pretender ser valiente ante sus garras; se dispuso a clavarle los colmillos, pero no pudo evitar escuchar el más mínimo ruido que produjo la caída de una de las piedras preciosas que llevaba en la bolsa de su pantalón, que gracias a que era muy pequeña, las piedras se encontraban a tope; el felino al dirigir la mirada hacia lo que ocasionó interrumpir la muerte del príncipe, se quedó maravillado por la brillantez, que no era cegadora, sino perfecta para distinguir el diamante entre la opacidad de la jungla, inmediatamente después el tigre soltó al Príncipe y recogió la joya.

El príncipe Pápachi al percatarse que la atención hacia él había sido desplazada, se le ocurrió mostrar el resto de las joyas y le propuso al tigre que no lo matara a cambio de todas ellas. El animal sin dudarlo un momento aceptó el trato, pero le comentó al príncipe que no lo quería volver a ver por estos rumbos, porque nada lo haría cambiar de opinión la próxima vez.
Así que el príncipe Pápachi aliviado de esta pesadilla, decidió seguir su camino de regreso al palacio, la alegría le había durado muy poco, iba con la cabeza mirando hacia el suelo, por lo que no vio la rama que le golpearía la cabeza y en un segundo estaba tendido entre la vegetación, trató de levantarse, pero su pie estaba enredado, sacó una navaja y comenzó a liberarse, entonces fue cuando escuchó a un ave que entonaba una canto triste, se aproximó hacia el origen del sonido, era un águila, que al verlo se asustó e intentó salir volando, pero no podía, estaba herida de un ala y enredada de las patas.

Entonces el príncipe se acercó lentamente, diciéndole al ave que no le tuviese miedo, que no le haría más daño del que sus ojos veían; el águila se quedó inmóvil, esperando defenderse por si estaba siendo engañada, que como parte de su naturaleza, era capaz de luchar hasta la muerte; el príncipe Pápachi se iba acercando, pero se desvió en la mitad del camino, cortó una hierba, que le había puesto su abuelo desde que era pequeño, cuando éste se había cortado con una de las espadas con las que iniciaba sus clases, la frotó contra una piedra y se dispuso a untársela al águila, ésta todavía con temor no se dejaba del todo, pero al sentir el alivio que le producía el remedio, comenzó a confiar en aquel extraño.

El príncipe Pápachi le preguntó cómo es que había llegado ahí, a lo que ésta le dijo que había sido al defender a sus crías, que estaban siendo saqueadas por un tipo que últimamente se encargaba de conseguir huevos y recién nacidos de diferentes especies, pero gracias a su valentía, ya no volvería a hacerlo, puesto que se desbarrancó al forcejear con ella y había quedado tendido sobre las rocas.

El águila ya no estaba enredada y poco a poco recuperaba sus fuerzas para ir de regreso con sus pequeños, entonces le dijo al príncipe que estaba enormemente agradecida y que no dudaría en recompensarlo en la primera ocasión que tuviese, el príncipe le contestó que no le debía nada, que lo que había hecho era producto de su corazón y la enseñanza que le habían dejado sus padres, mismos que habían sido desplazados por unos malvados que ahora se encontraban en su trono, pero que a pesar de que ya no están en este mundo, él siempre los llevaba presentes en su interior.

El ave salió de la espesura de la jungla, sabiendo la historia del príncipe Pápachi que se había encargado de contarle mientras ésta se recuperaba. El príncipe se sentía mejor, a pesar de la tristeza que le embargaba, ésta había disminuido al saber que pudo ayudar a alguien; entonces siguió caminando hasta que llegó a su palacio, que ahora solamente podía permanecer allí, pero sin el derecho que merecía, pasó por la puerta trasera, por donde lo esperaban los sirvientes del palacio, que lo estimaban demasiado y le daban el lugar que le correspondía, especialmente la cocinera, que siempre le levantaba el ánimo con sus exquisitos platillos, principalmente con los postres.

Pero ese día se siguió derecho hasta su cuarto, su sentido del olfato no lograba percibir el delicioso aroma de la comida, y los demás sentidos habían mantenido su mínima función para llegar hasta el dormitorio, donde se quedó profundamente dormido, soñando nuevamente con aquella escena, en la que su vida no tenía este giro de 180 grados.

Al siguiente día, media hora antes de que los primeros rayos del sol se asomaran por la ventana que sobresalía del cuarto del príncipe Pápachi, la cocinera se dispuso a llevarle el desayuno, un jugo de diversas frutas exóticas, con algunas hojitas de esto y de aquello, que le daban un toque único, tanto que con solamente acercárselo a la boca, el cuerpo se sentía radiante y con ganas de salir a disfrutar el día, el favorito del príncipe antes de salir a recorrer los parajes que lo habían visto crecer.

Tocaron la puerta, pero éste no salió, entonces el ama de llaves fue avisada para que viniese a abrirla, pues los sirvientes sospechaban que hubiese ocurrido una tragedia, abrieron y uno a uno fueron pasando a ver al joven, cada acompañante expresando en su rostro los mismos gestos de preocupación, como aquellos en los que una madre se siente impotente ante la enfermedad de su hijo; allí vieron al príncipe, junto a la ventana, mirando hacia el horizonte, inmóvil, no respondía al llamado, le pusieron la comida cerca y se retiraron.

El príncipe Pápachi se había quedado como hechizado por una manzana envenenada o mordido por una serpiente de Medusa; se acercó un ave a la ventana, picoteó la comida y enseguida se vio envuelta en una parvada, al no quedar ni migajas dispusieron su vuelo, adentrándose en la profundidad de la jungla y en su recorrido no dejaron de comentar el semblante del príncipe, aquel que de vez en cuando les tiraba unas cuantas semillas disfrutando de la presencia de ellas y que siempre se le veía dichoso disfrutando de un delicioso manjar, qué era lo que le pasaba, se preguntaban, por qué no disfrutó de aquel platillo dispuesto en su cuarto; esta información se propagó, lo supieron todos los animales de la zona y repetían una y otra vez, el príncipe Pápachi no quiere comer.

Pasaron las horas, tres días y el príncipe Pápachi no tenía movimiento, ni siquiera el poco aire que daba su paseo le lograba ondear un cabello; los sirvientes solían hacer lo mismo cada mañana, la cocinera no tenía idea de qué platillo inventar de cientos que había preparado en este tiempo para regresar la alegría del joven, pero éste no quería comer.

Era la tarde de ese tercer día, el cielo empezó a oscurecerse, dando señas típicas de acercarse una fuerte lluvia, el príncipe que no se había movido de la ventana, fue golpeado por una gota en la frente, más espesa de lo normal, tanto que su recorrido fue lento, dejando una frescura por los orificios de la nariz, curveándose en el labio superior, deteniéndose en el centro del mismo, acumulándose para dar un salto hacia la profundidad de la boca, que a pesar de que estaba cerrada, pudo penetrar hasta despertar el sentido del gusto, el príncipe Pápachi había hecho un gesto, el líquido era una perfección agridulce, cuando el cerebro trataba de darle una respuesta, ésta se veía encontrada con otra y otra y otra más, hasta que se desvanecía y no lograba encontrar el sabor, pero eso sí, era una experiencia extraordinaria, sin repetición, ya que al príncipe le cayó otra gota y ésta no era menos fantástica, pero daba otros efectos, a pesar de provenir de la misma fuente; enseguida aquel estático joven turnó su mirada hacia el cielo, aquella oscuridad había sido propiciada no por un cumulo de nubes, sino por la sombra de cientos de aves, de todos los colores, tanto que el arcoíris se tornaría envidioso si aconteciera este momento; al frente de esta enorme mancha, se encontraba un ave trayendo consigo aquel fruto que había sido creado por otros, traídos de todo el mundo, reunidos por tucanes, gavilanes, guacamayas, palomas, quetzales, colibríes, lechuzas, gaviotas, garzas, pelicanos y toda especie plumífera que te puedas imaginar, que habían sido convocadas por el águila ayudada en la espesura de la jungla.

Cientos de frutas y piedras preciosas fueron llenando el palacio, los reyes usurpadores se quedaron asombrados de lo que presenciaban, pero no les duró mucho el gusto, ya que todas las aves al juntarse parecían una gran mano bajada desde las nubes, que sostuvieron a los impostores de las ropas elegantes, que ni les pertenecían, llevándoselos lejos, tan lejos para que nunca regresaran.

El príncipe Pápachi le dio las gracias a todas, en especial, al águila, mandó a traer a todos los que vivían en el palacio, pues desde ahora todo su pueblo sería tratado como se merece; la cocinera tenía mucho trabajo, pues debía agregar a sus recetas las mas de cien frutas y preparar exquisitos platillos para festejar; el príncipe Pápachi que no quería comer, ahora no sabía por dónde empezar.